De vez en cuando los medios de comunicación se hacen eco de algunas cosas que se refieren a los barcos y también a la mar. Es ese un dúo que nunca se puede separar. La mar está ahí, unida a nuestras costas como remate de anchas vías de comunicación que se afinan en nuestros puertos en los que se apoyan las líneas logísticas mundiales y otras de carácter específico, tanto para el comercio como para apoyo de las Fuerzas Navales y Aeronavales.
Mi viejo amigo marinero me ha dicho, en bastantes ocasiones, que se suele hablar poco de la mar y de los barcos que por ella van; y es lástima porque en la mar hay, en todo momento, ilusión y emoción. Eso dice él, que la conoce bien ya que a lo largo de su vida son innumerables los amaneceres en los que el sol y él se saludaron, cuando la luz todavía era sólo un apunte de claridad allá en el horizonte.
Soy un sentimental que ama la mar, me dice, como el buen hijo ama a su madre que lo llevó en su seno, lo alumbró y le enseñó a vivir. La mar se encargó también de enseñarme a vivir en su ambiente desde el primer día en que, cuando sólo era un muchacho, salí a navegar en un barco pequeño preparado para pescar. Supe que para pescar había que estar en la mar, viviendo en la mar de la forma que ella impone, porque es la dueña y señora de ese ambiente.
Y también los barcos han de cumplir con lo que la mar exige en unas u otras zonas. Cada día en la mar es como una amplia caja de sorpresas y hay que prepararse un día y otro, sin descanso, para poder actuar bien. Es triste ver a un barco amarrado al muelle durante días y días. Envejece a ojos vista y se anquilosa; es algo pesado y torpe que no tiene la elegancia y agilidad que posee cuando está en la mar. Sus sistemas están parados; sólo funciona un mínimo de ellos si es que no reciben asistencia desde instalaciones en tierra. La vida a bordo, en esas condiciones, no es la que corresponde a las exigencias de la mar y el barco se empobrece hasta perder aquello que en su día tuvo de poderío, de destreza en la respuesta a dar en cada una de las sorpresas de la mar.
Ante la noticia de que se hace necesario, por razones presupuestarias, restringir la salida a la mar de los buques de la Armada, mi amigo el marinero se ha llevado un disgusto tremendo. Los barcos deben estar en la mar para que, de verdad, sean buques capaces de desarrollar sus misiones en todo tiempo y lugar. Cada buque de la Armada ha de probar su eficacia por medio de ejercicios, tan reales como sea posible en el empleo de los sistemas de armas con los que cuente, que cada vez son más complejos y requieren maestría en su uso.
Todos a bordo necesitan ese adiestramiento, que es complejo por la variedad de circunstancias que pueden darse en la mar; en la ancha mar, que no es sólo la de ese trozo de playa que se divisa desde el Paseo Marítimo. La capacidad del barco se demuestra en la mar; si es de pesca pescando en los caladeros adecuados y si es un buque de la Armada en el empleo de sus sistemas de armas en el lugar que sea necesario, lo cual supone gastos de diverso tipo.
El rendimiento será tanto mayor cuanto más se atienda la labor de preparación adecuada en la mar; tanto de sistemas de a bordo como de las tripulaciones; ni unos ni otras se improvisan. Puede ocurrir lo que, hace años, vivió mi viejo amigo el marinero cuando se intentó que el barco alcanzara los treinta nudos de velocidad. Los tubos de las calderas empezaron a fallar y la velocidad a disminuir, en lugar de aumentar.
Fracasos de ese tipo aparecerán si los barcos no se mantienen en la mar, tanto como sea necesario para estar siempre al día en el funcionamiento de todos sus componentes y de sus dotaciones de personal.