Desde su celebrado debut con Concursante hasta la recién estrenada Escape, el cine de Rodrigo Cortés ha seguido una línea ascendente en la que ninguna película se ha parecido a la anterior a partir de su propia habilidad para construir cada historia. Sus obras han logrado permanecer en la memoria por una particular puesta en escena que han hecho de él uno de los cineastas más aventajados de su generación. Valiente, pero consciente siempre del riesgo, se ganó el aprecio de la crítica internacional con la angustiosa y claustrofóbica Buried, y no le tembló el pulso al asumir coproducciones de gran presupuesto, caso de Luces rojas o Blackwood, tal vez no tan brillantes, pero tras las que sobresalía su capacidad para amoldarse a determinados cánones narrativos.
Fue El amor en su lugar (2021), una película deliciosa y reconfortante, la que le sitúa un peldaño más arriba. Con ella demuestra que su zona de confort no se limita al ámbito del thriller y lo fantástico, sino que es capaz de expandir su cine desde una libertad creativa que le permite jugar con los géneros y las emociones, sin necesidad de encasillarse o de rendirse a un parámetro concreto. Es una comedia, un musical, una película romántica, un drama, una cinta bélica; un todo en uno que adquiere un nuevo concepto en su último trabajo.
Porque de Escape, en esencia, puede decirse algo parecido: es una comedia, es un drama, pero no es una comedia dramática, o nada de lo anterior, porque por encima de todo es una película inclasificable y, más aún, intrépida, vibrante, cálida, áspera, dolorosa, entrañable... Le caben tantos adjetivos como quiera el espectador porque, además de todo eso, está abierta a diferentes interpretaciones como consecuencia de un guion atravesado de diálogos y situaciones descacharrantes, pero también hirientes y desoladoras.
Libre adaptación de la novela de Enrique Rubio, Rodrigo Cortés reconvierte la base de su argumento para concebir una obra que es de por sí una experiencia cinematográfica diferente y, como tal, imperfecta -la parte dedicada a la prisión se hace algo larga-, en la que asistimos a la renuncia vital de un joven atormentado, que no sólo reniega de su nombre, sino que considera que su único futuro pasa por ser encarcelado de por vida.
Ese tipo cobra forma de la mano de un Mario Casas excepcional, como excepcionales son también las aportaciones de quienes le secundan, desde Anna Castillo a José Sacristán, Guillermo Toledo o José María Pou, sin olvidar la partitura brillante de Víctor Reyes y la fotografía de Rafa García. Sólo queda que cada cual saque sus propias conclusiones: ¿es el caso de un hombre incapaz de soportar el peso del reto del día a día o el de un parásito social cuya máxima aspiración es vivir de papá Estado? Seguro que hay otras.