Empieza el curso escolar. Para algunos, la vuelta a la rutina es deseable para recuperar los ritmos. Para otros, en cambio, ya sean padres, alumnos o profesores, da comienzo un calvario. Lo que me lleva a recordar una anécdota del neurólogo Norman Geschwind, sobre qué sucedería si a todos nos obligaran a aprender música en la infancia. No todos tenemos las mismas aptitudes, pero para todos se utilizaría el mismo método. ¿El que no aprendiera es porque no quiere o se podría decir que padece una “patología musical?” Pues, a menudo, parece que a estas dos opciones hemos reducido a los alumnos que no se adaptan al sistema escolar o, lo que es lo mismo, no sacan buenas notas. Puede ser un criterio simplista, teniendo en cuenta todo lo que se ha investigado sobre educación.
Recordar los logros del psicólogo ReuvenFeuerstein, que desarrolló su carrera profesional en Israel a partir de 1950.Trabajando con personas con graves deficiencias intelectuales, comprobó que se podía modificar y aumentar sus capacidades cognitivas. Demostró que se podía cambiar y desarrollar la inteligencia de las personas. Su teoría MCE, Modificalidad Cognitiva Estructural, venía a contradecir a los que pensaban que naces con unos límites intelectuales a partir de los cuales no puedes ir más allá. Llegó a este convencimiento viendo como personas, consideradas de bajo o muy bajo nivel intelectual, eran capaces de adaptarse a vivir en sociedad.
En 1983, Howard Gardnerpropone una definición simple de inteligencia: “la capacidad de resolver problemas o de crear productos que sean valiosos en uno o más ambientes culturales”. Consideró que la inteligencia no podía considerarse como un concepto unitario, concebía la idea de inteligencias múltiples, es decir que había que incluir un repertorio de aptitudes que va más allá del que miden los test que normalmente deciden incluir a determinados alumnos en un cajón del que no van a salir. Porque los primeros que lo van a considerar imposible van a ser ellos mismos. Les estamos entregando vía científica el “yo, para qué me voy a esforzar, si soy tonto”. Aterrizando en un aula al uso de nuestro recién estrenado siglo XXI, nos damos cuenta de que aunque dispone de pizarra digital, estamos aún en la era analógica. Los que son capaces de prestar atención auditiva y comprender por lenguaje oral o escrito lo que el profesorado expone, le interese o no lo que sea que se le está explicando, tienen muchas posibilidades de aprobar.
¿Y el resto? El resto es otra cosa. En el resto, podemos incluir a alumnos que tienen otros tipos de inteligencia que el sistema escolar no valora. También, los que vienen de familias desestructuradas, de graves carencias culturales, por no hablar de las materiales, que van al colegio o al instituto porque se les obliga y que jamás ven realizar a sus padres las actividades que allí se les imponen a ellos. Al igual que sus progenitores, no tienen grandes expectativas sobre ellos mismos y ven su futuro incierto. Ellos no han leído a José Antonio Marina, ni han oído hablar de su universidad de padres, donde se indica que el principal ingrediente para que prosperes en los estudios es que el alumno se crea capaz, que piense que tiene posibilidades de conseguirlo, que crea en él mismo.
¿Qué hay de los que sufren la “patología musical”? Gente inquieta, que interrumpe, que no hace las actividades propuestas, que se aburre, que no llega a entender las notas musicales ni siguen la melodía. Corren mayores riesgos, son diagnosticados de trastorno de déficit de atención e hiperactividad, TDAH, que no deja de aumentar en nuestros países desarrollados. Como en toda enfermedad convencional, un diagnóstico lleva a una medicación. De una cajita se extraen además de las píldoras, una enorme sábana de papel cuidadosamente doblada, una vez extendida, las letras diminutas,invitan a no leerlas y a esperar el milagro, que el niño aumente los aprobados.