El Ministerio de Defensa celebrará este sábado el Día Internacional de las Fuerzas Armadas, con un acto central que transcurrirá en la Plaza de Colón de Madrid. El jerezano Juan Carlos González, de 37 años, que estuvo en las Fuerzas Armadas cinco años (del 2000 al 2005), participará junto con otros compañeros de una plataforma en una protesta simbólica “para dejarnos ver y hacer entender a la gente que el ejército no es tan bonito como lo ponen y cómo tratan a sus soldados accidentados en actos de servicio”.
Así al menos se desprende de su experiencia personal, y la de otros casos que ha conocido de cerca con un denominador común: la insensibilidad de los mandos.
En su caso, como relata, aunque siempre tuvo claro que quería ser bombero como su padre, su asistencia a la jura de bandera de su hermano, actualmente cabo de infantería de marina, le marcó tanto que de un día para otro cambió sus planes de futuro. “Me impresionó y supe que ese era mi destino: defender la bandera de España, defender a mi país, era una gran responsabilidad”.
Fue entonces cuando empezó a prepararse a conciencia, hizo las pruebas en Cartagena y las superó. Hasta los 14 años había tenido episodios de epilepsia y había necesitado tratamiento, pero desde entonces llevaba una vida normal, aunque sin poder beber alcohol y cuidándose. En 2003, cuando tenía 25 años, su vida dio un giro de 180 grados en la que debería haber sido una mañana más de servicio. Pertenecía al Tercio de Armada (TEAR) de San Fernando, y ese día no le tocaba trabajar, pero le hizo un favor a un compañero que le pidió que le cambiara el turno. Un teniente le encomendó que vigilara el cuerpo de guardia, la zona de descanso de los militares, porque habían fumigado horas antes.
Cumplir órdenes
Su cometido era evitar que nadie pasara por la zona para prevenir una intoxicación por los agresivos venenos que se suelen echar en este tipo de actuaciones. En esa orden, sin embargo, su superior obvió las consecuencias que estas sustancia tóxicas podrían provocar en Juan Carlos, que le pidió una máscara y le mostró su preocupación por exponerse sin ningún tipo de protección. “Lo único que me dijo que allí era él el que mandaba”, señala el joven.
Esa misma noche, de madrugada, empezó a sentirse mal. “Tenía mareos, dolor de cabeza y vómitos”. Cuando se despertó estaba en el Hospital Militar de San Carlos. Había estado una semana en la UCI y casi un mes allí. Al principio ni siquiera podía ver bien. Fue entonces cuando explicó a los médicos sus temores de que todo se debiera al veneno de la fumigación, pero no le creyeron. “Llegaron a poner por escrito que yo no me había tomado las pastillas de la epilepsia desde hacía 48 horas, cuando no era así”. Cuando le dieron el alta, Defensa le autorizó para seguir trabajando en el ejército pero en destinos burocráticos –oficinas y almacenes- sin guardias ni maniobras de por medio y mucho menos armamento. “No cumplieron”, señala. Su siguiente destino fue el Campo de Adiestramiento de la Sierra del Retín, donde le mandaron a hacer maniobras hasta que un día una compañera le dijo que le habían preparado una comida de despedida. “Me lleve el palo más grande que a uno se le puede dar”. Estaba fuera. “No era apto”, explica Juan Carlos, que asegura que no fue hasta cinco años después cuando cuando Defensa le concedió un 5% de minusvalía, frente al 42% que le dio la sanidad pública. Ahora cobra una ayuda de poco más de 400 euros, pero reclama es una pensión.
Desde aquel episodio ha perdido la cuenta de los ataques de epilepsia que ha sufrido. El último, por el que se cayó en redondo mientras veía un partido de fútbol en un bar, estuvo a punto de no contarlo. Para superar esos cuadros se operó de la cabeza y aunque ha tenido problemas con la memoria, poco a poco va mejorando. Eso sí, su desengaño sigue intacto.