La finalización de una nueva obra tiene mucho de quimera y de viaje cósmico. La quimera se produce cuando en tus adentros bien sabes que esa obra (aparentemente finalizada) nunca llegó (ni probablemente llegará) a terminarse. Todo se debe más bien a esa cierta ilusión ilusa del abandono en aras de la salvación espiritual, del egoísmo y de la misma generosidad del escritor, por querer compartir ese pensamiento en papel, trasmutado en sentimiento y tinta.
El viaje cósmico toma inusitada alegoría, cuando realizas un libro como Revoluciones y Revelaciones Toreras, y te encomiendas a los golpes de arrebatos, milagros y pulsos, de unos toreros extrasensoriales y espíritus vehementes, cuyas faenas y broncas siempre estuvieron más amparados en los efluvios caprichosos de los astros que sobre la ciencia y oficio de lo puramente terrenal. Este viaje por tanto no encuentra a veces mayor burladero que la espantá del Gallo, cuando el toro no embiste a tu ritmo, sin mayor amparo que la fe hacia unos lares donde el miedo es la iniciación hacia el insondable y anárquico valor de unos toreros, cuyo mérito precisamente tenía más de abandono y olvido que de heroicidad espartana.
Sin duda, he entendido y sentido que escribir tiene mucho de lanzarse a un abismo donde apenas esperas nada. Allí donde uno se desarrolla, se piensa y se despiensa para que a lo sumo, unos pocos lo entiendan. Mucho de esa nada se recrea en estos capítulos donde el Gallo, tras una tarde de bronca y ser llevado a la cárcel, recibe a unos empresarios que lo quieren contratar por su genial escándalo, donde Joselito nos sigue descubriendo su ciencia en los tentaderos de su niñez, la misma que olvidó serlo en Talavera, así como ese Juan Belmonte rememora su Triana, ese Cagancho en Almagro que recibe una bronca que aún hace temblar el albero, o esa olvidada conciencia en faenas de Manolete y Pepe Luis.
Páginas donde no se buscan, sino se encuentran, la filosofía de Diógenes o Nietzsche, como la pintura del Bosco o el Greco y se escucha la música de esos Curro y Paula, esos que encierran la cultura del saber... de lo que nadie sabe. Veo que esta obra se revoluciona unas y se revela otras para abrir una fugaz herida gozosa en el aire, así como un suspiro en la tierra sufrida del tormento. Todo se debe al instinto de la conciencia y al abandono de la inconsciencia. Quizás por ello, en estas páginas se dice que el toreo de Paula encierra prisionero y carcelero el mismo eco de esos Manuel Torre o Terremoto, un eco más que voz, que se escucha solo y a solas por entre los rincones del ser y de esas callejuelas de Santiago y San Miguel.
No rechazo factores tales como la locura o la muerte en las lindes creativas del creador, pues mucho de tragedia griega y de duendística se precisa para romperse. Todo escrito taurino, sucumbe y precisa de osadía, donde uno pretende ser ese sobrero, que sin miedo a los lustros encerrado en el chiquero del olvido, sale brioso por toriles para volver a ver torear a esos toreros, que siguen en el ruedo fantasmal de la pasión soñada... y sus pesadillas. En definitiva, todo estriba en un ser de aquellos que siguen siendo (hastiado de tanta falsedad de nuestros tiempos), bajo la luz del ruedo y el desgarro que nos sigue desgarrando. Al fin y al cabo... el duende es una puñalá que se le da a todas las mentiras, para quedarse a solas con la verdad.