Ha pasado más de un mes desde que Juanma Moreno utilizara por primera vez el símil del grifo del agua para justificar las medidas restrictivas aprobadas por el Gobierno andaluz para hacer frente a la pandemia. Había que evitar una inundación, pero también la sequía. Su idea de fondo era la aceptación de un término medio como mal menor. Alguien debió aplaudirle el concepto -sencillo y directo; fácil de entender hasta para un niño pequeño-, y desde entonces ha insistido una y otra vez en la misma idea, como si nos practicara un cursillo de fontanería a domicilio cada vez que se nos cuela en casa para anunciar alguna nueva medida contra la Covid; o como si alguno de sus asesores le animara antes de comparecer en público: “Tú dale con lo del grifo, que eso le llega a todo el mundo”.
Aún así hay quien no lo entiende, sobre todo si le toca en el bolsillo, donde las metáforas se inspiran en pozos y agujeros, cuando no es el realismo de una cuenta en números rojos el que te aprieta y te ahoga con la suficiente fuerza como para que la sangre deje de regarte el cerebro por unos instantes en los que lo que menos necesitas es que venga alguien a hablarte del uso de un grifo como medida de salvación, en vez de plantearte un rescate con todas las condiciones o, cuando menos, anticiparte un escenario concreto de estabilidad. Le pasa al sector hostelero en estos momentos, en plena rebelión contra el presidente de la Junta. No le valen las medidas salomónicas, y la del doble turno de apertura lo parece, salvo que nos rindamos de una vez ante el cambio de modelo económico hacia el que nos llevan empujando desde hace unos meses, como si tuviera más valor que la vacuna misma para ponernos a salvo.
A Moreno le ocurre lo mismo que a todos los políticos con responsabilidad de gobierno. Desde el inicio de la pandemia se han esforzado en ser entendidos a la hora de anunciar sus medidas;e incluso a él hay que agradecerle que lo haga en mucho menos de la mitad de tiempo que empleaba Pedro Sánchez durante el anterior estado de alarma. Sin embargo, ahora ocurre algo que no pasaba durante la llamada “primera ola”: tenemos perspectiva, podemos comparar, y los argumentos basados en criterios científicos y técnicos colisionan con lo que vivimos en primavera. Podemos entender las medidas, pero nos faltan explicaciones.
Hay dos formas de verlo: a través de los números y a través de la propia experiencia. Los primeros nos dicen que entre el 7 de marzo -fecha del primer contagio en la provincia- y el 31 de julio, que viene a marcar el final de la primera ola y el inicio de la segunda, se registraron 1.709 contagios y 172 fallecidos. Tras cuatro meses y medio solo quedaba un 3% de casos activos. Del 1 de agosto al 11 de diciembre se han confirmado 28.570 positivos y 478 muertes, y hay un 40% de contagios en activo. En ambos casos se ha necesitado del mismo tiempo para doblegar la dichosa “curva”, aunque los métodos han sido diferentes, y nuestra percepción de la pandemia también: 1.700 casos nos causaron un terrible pánico, diría que inducido, mientras que los más de 28.000 de este otoño parecen quedar solo para la estadística.
Sin embargo, es la experiencia del confinamiento frente a la del cierre perimetral la que ha terminado por suscitar divergencias a la hora de examinar, comparar y aceptar el que se adopten unas medidas y no otras, ya sea para endurecer o flexibilizar la respuesta a la expansión del virus. ¿Recuerdan los repartos de alimentos en polideportivos, las colas para solicitar ayudas, las iniciativas solidarias en favor de los más necesitados entre marzo y junio? Parte -solo una parte- de esa necesidad apremiante ha desaparecido de las portadas desde agosto hasta ahora, y la única diferencia entre un momento y otro es el del confinamiento; o, visto de otro modo, la reactivación económica. Esa reactivación es la que reclama también para sí el sector hostelero en este momento, al que no le llega con unas medidas que apenas tienen el valor de una propina y que, sobre todo, adolecen de una mejor explicación. A veces no basta solo con entender.