En el transcurso del último año nos hemos acostumbrado a poner en tela de juicio cualquiera de los grandes anuncios realizados por nuestro presidente del Gobierno, desmentido por el paso del tiempo, como si se limitara a consultar la carta astral antes de comparecer en público. Lo que no esperábamos es que la propia realidad le corrigiera en apenas 24 horas y que dejara en evidencia a su extensa pléyade de asesores, incapaces de advertir, no ya de vaticinar, las inminentes modificaciones del prospecto de la vacuna de AstraZeneca. El compromiso de tener inmunizada al 70% de la población en agosto quedaba de nuevo en el aire, no ya por falta de vacunas, sino por el desconcierto y la confusión generadas en torno a un fármaco defendido ahora bajo la premisa, consuelo y anti recelo de que sus beneficios siempre están muy por encima de su insignificante riesgo.
No hay camino más directo para generar esa confusión que a través de la contradicción, y cualquiera diría que los gestores de la crisis sanitaria han apreciado su ejercicio constante como una práctica meritoria, por la de veces que incurren en ella. Tenemos aún reciente el caso del uso de las mascarillas, obligatorias hasta para tomar el sol en la playa o pasear por el campo aunque solo nos rodeen las mariposas en cien metros a la redonda. Una obligación tan incomprensible que hasta la policía terminó por mirar hacia otro lado cuando patrullaba por los paseos marítimos, hasta que el Ministerio de Sanidad se ha visto obligado a rectificar, como quien empieza a ser consciente de sus decisiones después de superar una resaca.
Pero ya digo que esta práctica de contradecirse y confundir no es exclusiva de un solo gobierno, sino de los diferentes gestores de la crisis sanitaria, forzados a su vez por la ausencia de una estrategia territorial común y la imposición de unas reglas del juego que cada cual ha asimilado como mejor ha entendido. Así, el presidente de la Junta, Juanma Moreno, alertaba hace una semana de que nos esperaban dos meses muy duros, y cuando hace ese tipo de avisos es porque cuenta con un anticipo de la progresión de contagios previstos en un determinado plazo de tiempo. Sin embargo, al día siguiente anticipaba que no se iban a endurecer las restricciones sanitarias porque el incremento de casos era leve. Si lo que quería era captar nuestra atención, lo consiguió, pero solo para confundirnos un poco más.
Lo mismo ha vuelto a ocurrir con el final del estado de alarma. Ya no solo porque se contradiga a sí mismo, puesto que ha pasado de criticar el plazo impuesto en su día por el Gobierno a pedir ahora que se amplíe un mes más, sino porque dentro de su propio ejecutivo, su socio de coalición, opina lo contrario, aunque ninguno acierte a ofrecernos certezas, que es lo que necesitamos.
La suya, la de los demás como ellos, es una posición complicada, desde el momento en que se han obligado a escenificar a diario el complejo y difícil equilibrio que supone enfrentarse a la crisis sin perder de vista el calculado rédito político, mientras decenas de miles de españoles afrontan una realidad en la que las promesas y los anuncios han dejado de carecer de valor ante las necesidades no resueltas del día a día, cansados de sentirse tratados como ciudadanos-espectadores, como una audiencia a la que satisfacer con titulares.
Y nada mejor que un entretenimiento para despistar a las preocupaciones, como el del presunto insulto racista a un jugador en mitad de un partido de fútbol, convertido casi en asunto de estado sin que se tuviera en cuenta ni el contexto ni la presunción de inocencia, en favor de una actitud en la que lo que interesaba era expandir las bondades de lo políticamente correcto y acentuar la polarización como rasgo electoral, como si el futuro de Madrid pasara por el mal gesto de un defensa del Cádiz. Dicen que “el fútbol es un deporte para caballeros jugado por villanos”, aunque a veces es más fácil encontrar a estos últimos en las gradas -donde sí que se gritan atrocidades- o parapetados en unas siglas por su propio interés.