Entre los muchos arquitectos que pasaron por las obras de nuestra Catedral, Vicente Acero y Arebo (h. 1680-1739); Gaspar Cayón; Torcuato Cayón (1725-1773); Miguel de Olivares, como Maestro Mayor; Manuel Machuca; Juan Daura (1791-1844) y Juan de la Vega y Correa (1806-1882); además de otros con aportaciones más o menos importantes, hay que destacar la figura de Lorenzo Rodríguez (Guadix, 1704-Ciudad de Méjico, 1774), que, como tantos, por ejemplo, antes pasaron por Cádiz dejando en la ciudad algo de su saber. De ahí el caso de Manuel Tolsá (1757-1813), que nos deja aquí el diseño del retablo mayor neoclásico del templo de la Conversión de San Pablo. Otros, acabados sus trabajos en las obras de la nueva Catedral (1722-1866), atraviesan el mar para irse a buscar obras en el Nuevo Mundo. Según expertos que han estudiado la obra de L. Rodríguez, su labor fue meticulosa e importante, pero su nombre hoy queda algo relegado ante la nómina de tantos como intentaron dejar su huella en las obras de la Catedral de las Américas. Por eso hoy aquí algo de la vida del maestro Rodríguez. Emigrado a América, llegó al Virreinato de Nueva España en 1731, de lo que se deduce que su trabajo entre nosotros pudo abarcar desde 1722 fecha del arraque de la obra y ese 1731 y nada tiene de extraño que viniera hasta aquí traído de la mano de Vicente Acero y Arebo. Su biografía, poco conocida, nos dice que en principio trabajó en la ejecución de altares, de ahí que más tarde se erigira en creador de esa tendencia hispanoamericana de llevar al exterior de los templos las recargadas decoraciones de los retablos y los altares. Después de trabajar en la Casa de la Moneda de Méjico, se examinó como maestro de arquitectura, lo que nos dice claramente que su trabajo en nuestra Catedral tuvo que ser como maestro de obras u otro cargo relacionado con las ayudantías, cosa muy normal en esos tiempos. Ya en 1749 fue elegido para decorar la fachada de la capilla del Sagrario de la Catedral de la ciudad de Méjico. Su obra significó una revolución en la concepción de la fachada barroca-colonial, pues rompió los esquemas compositivos tradicionales al transformarla en un verdadero tapiz pétreo que cubre todo el muro con un gran despliegue de estípites, frontones quebrados y cargazón decorativa. Se le atrabuye al maestro Lorenzo Rodríguez la iglesia de la Santísima Trinidad (1755-1783), que no acabaría, pues nada más que hay que ver su cronología vital para darse cuenta que la dejó inacabada con una fachada disimétrica cuyo cuerpo central con estípites (Pilastra en forma de pirámide truncada, con la base menor hacia abajo, introducida en España por los Churriguera) se asemeja a las fachadas-estandartes del Sagrario. Igualmente se le atribuye –creo que su obra no está suficientemente estudiada– la capilla de Valvanera en el convento de San Francisco y un gran número de palacios particulares de Méjico, como el del conde de Xala y el de la marquesa del Villar del Águila. Convertido en la figura más importante del barroco mejicano, bajo su influencia se construyeron en la ciudad infinidad de casas y varios templos inspirados en sus obras. Como tantos otros artistas que dejaron su huella inconfundible en la nueva Seo gaditana, Carlos de Vargas, Cosme Velázquez Merino, José Fernández, Ventura Pérez de los Ríos, Salvador Alcaraz, José Ruiz, Manuel Sánchez de Castilla, Cayetano de Acosta, Carlos Requejo y Agustín de Medina y Flores, en los dilatados plazos de los años que duró su construcción entre 1722 y 1866 aproximadamente.