“Me cautivan las cosas que nunca he visto con anterioridad, las cosas que creo que puedo crear de forma inédita y me lleva mucho tiempo encontrar algo así. Sólo soy un artesano siguiendo mi senda de contar historias”, explicó Weir en una entrevista con Efe en Madrid.
El director de El club de los poetas muertos (1989) se toma su tiempo para crear nuevas obras porque las hace “a mano” y porque necesita un margen para ahondar en la naturaleza humana: “Creo que para hacer mi tipo de cine necesito vivir y leer y pensar entre las películas y de alguna manera eso me guía hacia algo nuevo”, aclaró el cineasta.
A lo largo de la conversación aflora con frecuencia su obsesión por la verdad, tanto en el trabajo de los actores como en las historias, y en su obra suelen aparecer personajes que no encajan en el entorno en que les ha tocado vivir, pero el realizador de El show de Truman (1998) huye de “mirar hacia atrás” en su filmografía para encontrar elementos comunes.
“No me gusta pensar que me repito, aunque naturalmente dejas tus huellas en las películas”, indicó Weir, que ha dedicado 40 de sus 66 años a hacer un cine reflexivo, distante del ritmo de producción implantado en Hollywood.
“Esa tendencia -de producción repetitiva- se está instalando en el paisaje cinematográfico, dejando de lado otras propuestas y marginando películas serias. Eso cambiará, soy optimista, pero está siendo un obstáculo para quienes aman la diversidad”, afirmó.
Y lo dice quien ha gestado obras tan distintas como Matrimonio de conveniencia (1990), Único testigo (1985), Master and Commander: Al otro lado del mundo(2003) o El año que vivimos peligrosamente (1983).
Su nueva obra, Camino a la libertad, está basada en hechos reales y narra el viaje físico y espiritual de un grupo de hombres que escapa de un gulag siberiano en plena II Guerra Mundial y recorre más de 6.000 kilómetros
hasta la India para librarse de la represión comunista.
Ed Harris, Colin Farrell, Saoirse Ronan y Jim Sturgess llevan el peso narrativo de una historia sobre supervivencia y sobre todo de fe en el ser humano porque, aunque Weir considera que “no hay esperanza sin pagar un precio”, muestra que es posible “manejar el dolor sin deseos de venganza”.
El director reconoció que le exige a los actores para que sean convincentes -no le gusta que actúen, sino que sean “verdaderos”-, para que se desafíen a sí mismos, aunque ha matizado que la relación que establece con
ellos se cimenta en la confianza mutua.
Exigente consigo mismo, intenta alejarse del perfeccionismo dañino y dar algo de margen a la improvisación para que sus obras no se ahoguen. Se esmera en conseguir un equilibrio mezclando artesanía, dedicación, perfeccionismo y temeridad.
Hay críticos que alegan que nunca ha ganado un Óscar porque su cine es demasiado inteligente para Hollywood, pero al director australiano le parece “una forma muy rara de pensar”: “No me gustaría que en mi tumba estuviera escrito 'fue un hombre inteligente', porque ansío ser muchas otras cosas en la vida y que mis películas sean algo más que eso”.
Avisa de que puede tardar otros siete años en hacer una película, pero advierte de que nunca ha pensado dejar el cine porque cree que siempre encontrará cosas creativas que le inspiren.