El vicealmirante de la Armada en la Reserva, José Enrique de Benito Dorronzoro, se mostró optimista en que la industria naval es la única capaz de sacar de la parálisis en la que se desenvuelve no sólo San Fernando sino la Bahía entera debido a la desindustrialización que ha sufrido y sigue sufriendo.
De la misma manera que se mostró convencido de que ese renacer en unos tiempos muy distintos a los de hace medio siglo, sujetos a la competencia tanto en costes como en tecnología con la que España puede competir –sobre todo en tecnología con una industria tan cambiante que sólo una investigación constante y sostenida pueden soportar- debe basarse en poner en valor todo el potencial de la industria naval de la comarca y de la industria auxiliar, dejando a un lado los localismos y aprovechando cada instalación para lo que se precise en cada momento.
Sin embargo, la conferencia
Evolución de la Armada y la industria naval como motor de desarrollo industrial de La Isla celebrada en el marco de la conmemoración del 250 aniversario del nacimiento de la Villa de la Real Isla de León que lleva a cabo la Real Academia de San Romualdo de Ciencias, Letras y Artes, dejó un sabor agridulce una vez leído entre líneas el contenido del discurso, porque si bien llamaba al optimismo por lo que se tiene, a la fortaleza potencial de la ciudad en estos tiempos, dejaba claras las debilidades de una población que ha vivido desde su creación del monocultivo del sector naval y la Marina y que no ha sabido buscar alternativas al cambio de situación experimentado en los últimos años.
El discurso histórico de José Enrique de Benito Dorronzoro, base de la conferencia, dejaba claro un aspecto fatal en la propia esencia de la ciudad. Su dependencia de la construcción naval y de la actividad de la Marina ha hecho que a lo largo de los siglos haya sufrido las crisis económicas y políticas en desventaja sobre el resto de ciudades del entorno –y de España también- porque las crisis económicas siempre han terminado afectando a la construcción naval y por ende, al empleo directo e indirecto en la Bahía de Cádiz.
Esto es, que si en otras ciudades económicamente más diversificadas las crisis podían ser solapadas con otros cultivos alternativos, en San Fernando la incidencia era total y sobre todos los sectores de la población, interdependientes de la nómina que llegaba de Madrid. Obviamente, lo mismo ha venido ocurriendo con las crisis políticas –a veces políticas y económicas- que se convertían en incertidumbre o paralización de proyectos con los mismos efectos que los recortes por las crisis económicas.
La parte buena de ese mismo discurso, el hecho de haber pasado de contar con la mayor flota del mundo a quedarse sin flota; de haber pasado de depender de terceros a volver a encamarse en la cima de la tecnología, con todo lo que ha ocurrido por medio, deja entrever que La Isla tiene una cimentada experiencia en renacer de sus propias cenizas, aunque sobre esa presunción sobrevuele el hecho de que los tiempos no son los mismos, los mercados tampoco e incluso lo que la hizo renacer una y otra vez -la capacidad y conocimientos de sus trabajadores de todo tipo y grado- se ha perdido por las políticas contrarias a la formación que prácticamente han decapitado al sector.
Son esos tiempos nuevos y esas nuevas formas las que hacen que las soluciones ahora tengan que ser más imaginativas y no supeditadas a las decisiones externas. De ahí trabajar con todo lo que tiene no sólo La Isla sino toda la Bahía, algo en lo que saldría beneficiada San Fernando que es la que más daño está sufriendo en sus condiciones geográficas que además determinan el futuro de su construcción naval. O sea, el aterramiento de la zona que allá por el siglo XVIII propició, junto con su climatología, ser la ciudad elegida para comenzar a reconstruir los restos de la gran Armada perdida.
Las vicisitudes políticas y económicas de España que le hicieron quedarse a remolque de las nuevas potencias como Francia o Inglaterra, tuvieron como consecuencia una travesía por el desierto que inició su final con unos planes en principio ambiciosos y finalmente recortados por la penuria económica que sin embargo dieron lugar a la construcción de barcos bien dotados para el combate.
Todo comenzaba en 1908 con la creación de la Sociedad Española de Construcciones Navales, la Constructora Naval, de capital mixto hispano-británico, que “supone un hito de gran importancia para el moderno desarrollo industrial".
Con Antonio Maura como presidente del Gobierno y José Ferrándiz como ministro de Marina se concibe un programa con financiación asegurada bajo los principios de protección de la industria nacional y además la intervención de empresas civiles domiciliadas en España aunque no forzosamente nacionales en las nuevas construcciones. Era el llamado Plan Escuadra Maura-Ferrándiz, primer intento en serio de recobrar el terreno perdido, aunque sólo un paso de los que deberían seguir dándose para llegar a los objetivos finales. Ahí entraba un capítulo espinoso porque el plan contemplaba el alquiler de los astilleros de Ferrol y Cartagena y el arsenal de la Carraca. El primero para construcciones mayores; el segundo para mediana y el arsenal de Cádiz (Carraca) para munición, minas y pequeñas construcciones de embarcaciones de tonelaje limitado.
El programa se llevó a cabo con sus recortes correspondientes y el concurso lo ganó la Constructora Naval, a la que se arrendaron los distintos astilleros hasta que 1923 la propia Constructora adquiere terrenos en la población de San Carlos para aumentar su capacidad de producción y dando lugar a Fábrica San Carlos, una “modélica instalación” que sin embargo dependía de los pedidos de empresas extranjeras interesadas también en introducirse en el mercado nacional.
Esas inversiones no sólo beneficiaron a la Constructora sino también a la Marina, además de tener su incidencia directa en la población de San Fernando que veía cómo el futuro se pintaba de colores después de más de medio siglo de decadencia, aunque se volvía a poner de manifiesto que el futuro de la ciudad iba de la mano de la Armada.
El plan Ferrándiz cumplió las expectativas y posteriormente se pusieron en marcha los planes Miranda con la construcción de buques y artillería que obligó a la limpieza de los caños y la construcción del polígono de Torregorda, “esencial para las pruebas de artillería”. Los planes de construcción naval siguieron adelante tanto durante el reinado de Alfonso XIII como durante la República y se construyeron los grandes acorazados con las nuevas tecnologías.
Las factorías fueron militarizadas durante la Guerra Civil atendiendo a las necesidades de la contienda pero demostrando siempre “muy alta calidad técnica que continuó incluso después de la guerra”.
El arrendamiento del arsenal de la Carraca termina a finales de 1942 y pasa al Consejo Ordenador de las construcciones navales militares, que diferenciaba sus instalaciones de las del arsenal militar. Ese Consejo Ordenador pasó a convertirse en la Empresa Nacional Bazán integrada en el Instituto Nacional de Industria. Luego pasaría a denominarse Izar y ahora Navantia con la incorporación de los astilleros de Cádiz y Puerto Real.
Pero para llegar a ese punto actual, desde la Guerra Civil la industrial naval española tuvo que sufrir los problemas de la miseria económica tras la contienda y el aislamiento internacional, por lo que se vio obligada a sobrevivir reparando una gran flota obsoleta mientras que era incapaz de construir nuevas unidades.
A partir de 1953 y tras los tratados con Estados Unidos, comienza un “plan naval sin serlo formalmente” con la compra de buques americanos con nuevas tecnologías, lo que sirvía tanto a la Constructora Naval como a la EN Bazán para ponerse al día en los avances tecnológicos y además dar trabajo, conjuntamente, a unas 5.000 personas aplicando, esa política de formación de personal que proporcionó una mano de obra altamente especializada. Los niños salían de La Salle con 16 años y entraban como aprendices, avanzando en su formación en función de sus capacidades.
Después de 1970, la industria naval se nutre de proyectos y tecnología extranjera construyendo todo tipo de buques y alcanzando el éxito gracias a los convenios de la EN Bazán y Constructora Naval con la Armada. Ese plan de construcción naval, que ya era un plan real, terminó con la construcción del portaaviones Príncipe de Asturias en El Ferrol, mientras en San Fernando se construían las unidades ligeras. Ahí ya adquiere un importante cometido la Fábrica de Artillería (FABA) que dota de armamento a los buques.
Finalmente, a partir de los años 90 es cuanto comienza la construcción de unidades y sistemas de diseño propio además del desarrollo de la construcción modular. Las capacidades de la Navantia actual son conocidas por todos pero demuestra cómo la industria naval, como se decía al principio, fue capaz de resurgir de sus cenizas, pasando de la dependencia total norteamericana a la dependencia de tecnología extranjera y desembocando en la capacidad propia para estar en la cima.
El problema surge, como se decía el principio, en la alta dependencia de la ciudad en el sector naval, algo que vienen repitiendo los distintos gobiernos municipales que sin embargo han sido incapaces de diversificar la economía hasta el punto de seguir dependiendo ésta de un sector que no demanda barcos.
Los cambios de los últimos años en la Armada, que aunque mantiene una importante nómina en la ciudad se ha llevado a Rota el grueso de su poderío de antaño, es lo que demanda un nuevo futuro que Enrique de Benito Dorronzoro lo enmarca, sin embargo y casi únicamente, en un resurgimiento de la industria naval, la única capaz de paliar en parte la demanda de trabajo. Y entre otras cosas, porque no hay nada más de donde tirar.