Juan Peña Fernández, "El Lebrijano", fallecido a los 75 años, era un cantaor que "mojaba el agua", como lo definió en su día el Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, un cantaor que respetaba las tradiciones más puristas, mientras innovaba en busca de nuevos horizontes.
Sólo conociendo un poco su estirpe, se puede hacer cualquiera una idea de que el niño nacido en 1941 tenía que llevar el flamenco en las venas, al caer en la familia gitana de Perrate de Utrera, a la que pertenecía su madre María Fernández Granados, con lo que era cuestión de tiempo que este revolucionario del flamenco comenzara a sacar su arte de una u otra forma.
Aunque todo el mundo lo recordará tocando las palmas o extendiéndolas a la vez que cantaba, en esas manos hubo en sus inicios una guitarra, y no son pocos los que afirman que podría haber vivido holgadamente como guitarrista, aunque su afición por el cante y su obsesión por investigar en el flamenco le terminaron consagrando como un cantaor irrepetible.
Su posible futuro como guitarrista se "truncó" en 1964, cuando ganó el concurso de cante de Mairena del Alcor. Antonio Gades se fijó en él, y en su compañía estuvo varios años cantando como acompañante al baile. Había nacido un mito del cante flamenco que ya no tenía fronteras.
Y es que el cante "no puede estar quieto", como explicaba el propio artista, que se defendía de las críticas de los "puristas" que le echaban en cara sus innovaciones diciendo que "si el arte estuviera quieto, como quieren los puristas, sólo se admitiría a Velázquez, y no existiría Goya".
En esa dinámica de trabajo, incansable tanto en los estudios como en los festivales flamencos o en los trabajos de producción, Niño Ricardo, Manolo Sanlúcar o Juan Habichuela fueron algunas de las guitarras que le acompañaron en su vida, siempre mezclando el cante ortodoxo con lo que su imaginación sacaba a la luz.
Por eso, los que conocieron su música en los años 80 no se extrañaron cuando salió a la luz 'Encuentros', un revolucionario trabajo con Orquesta Andalusí de Tánger, donde se incluyó su inolvidable 'El anillo', quizá su pieza "menos flamenca" más conocida.
Había querido ahondar en las raíces árabes del flamenco, pero no se quedó ahí, porque se unió al violinista árabe Faiçal para sacar a la luz obras de arte de fusión con los nombres de 'Casablanca' y 'Puertas Abiertas'.
Pero él no lo llamaba innovación, ni investigación, lo definía como "melismas de refresco", y lo llevaba a gala, hasta el punto de que en 2008 se metió en un estudio de grabación por última vez, para sacar a la luz 'Cuando Lebrijano canta se moja el agua", en homenaje a la frase de García Márquez, con su sobrino Dorantes a la guitarra y con textos del Nobel en su inconfundible voz.
Era universal, llenaba estadio con su voz, pero nunca dejó de lado sus orígenes, y entre sus orgullos personales estaba haber interpretado a su modo el Himno de Andalucía en el disco 'Flamenco por Andalucía, España y la Humanidad', la primera producción de la Agencia Andaluza del Flamenco.
En su tierra recibió en 1986 la Medalla de Andalucía, con un discurso en el que se refería al peso físico de la estatuilla que recibió, "que pesa, pero más pesa todo lo que supone ser reconocido así".
No había palo flamenco ni inquietud investigadora que se le resistiese. Lo mismo cantaba en una peña flamenca que impartía una conferencia en una universidad de verano, igual que en 1979 hizo historia al ser el primer cantaor flamenco en actuar en el Teatro Real de Madrid, donde mojó el agua ante un público que ya siempre fue seguidor fiel de un cantaor que hoy se ha hecho eterno.