Quizás me sumerja en un océano de demagogia y retoce en un barrizal de obviedades, pero desde hace ya algún tiempo pienso en la lluvia, pienso en el agua, sueño con ver a mis hijos saltar sobre profundos charcos formados en las aceras y en nuestras calles, en el patio de su colegio durante el recreo. Desde hace algún tiempo miro al cielo con la añoranza de quien busca nubes grises que amenacen tormenta. Me gustan las bajas, densas y oscuras, me gustan las nimboestratos y las cumulonimbos… me gustan y las busco. Sobre la azotea me invento danzas y cantos y conjuros, y los lanzo contra el horizonte con la esperanza de que se nuble el día o lloren las estrellas.
Trato de centrarme en otros problemas… las elecciones en Brasil, Italia… la guerra en Ucrania, en Yemen. La inflación. El Euribor. El gas. El aceite de oliva y el de girasol. Pienso en Feijó riéndose frente al espejo de sus galimatías. Pienso en que me importa una mierda si Halloween es más divertido que Tosantos o si debemos rechazarlo porque sea una festividad importada como la Coca Cola, El Padrino uno, dos y tres, unas Nike, Beyoncé o Jesucristo, que tampoco es que naciera ni en Conil, ni en Barbate, ni en Vejer. Me siento seco… me siento desierto… me ahogo en arena. Arena seca.
Si es por el cambio climático, si es debido a las vacunas, si es porque la tierra se ha vuelto plana, si es porque cada día somos más estúpidos, si es por castigo divino, si es porque el clima es cíclico, si es porque no soy un buen marido, me la trae al pairo. Lo cierto es que no llueve, lo cierto es que hace demasiado calor, lo cierto es que el campo grita y abre sus fauces entre la agrietada tierra que se vislumbra yerma más allá de una ficción lorquiana. Temo que nos quedemos incluso sin saliva. Temo que la sangre se nos coagule. Temo que tendré que usar un tarro vacío para guardar las lágrimas que se avecinan. Beberemos lágrimas porque escupimos al cielo mientras una blanca pelotita busca su agujero en cualquiera de los miles de campos de golf que bostezan junto a una urbanización de lujo. Abriremos los grifos solo para escuchar sus quejidos y el profundo eco de auxilio en la oquedad metálica de las tuberías vacías. Nos abriremos la cabeza, tras un redoble de tambor, al saltar en bomba contra el vítreo y resistente revestimiento de gres porcelánico de una piscina abandonada en mitad de un complejo hotelero. El turismo de moda será la emigración a ambos lados del ecuador y en el armario de baño se estarán pudriendo las cremas hidratantes.
Que sí, que no estoy para escribir. La tristeza apagada que subyace en mis entrañas es pura tinta, es pura mano que teclea, es pura palabra que se crea y que suspira. Es puro verso que versea y versea pero que nunca llega a ser poema. Son ganas de lluvia, de precipitaciones, de chubasqueros, de impermeables, de botas de agua, de pelo mojado, de otoño e invierno, de primavera floreada y revestida con los colores de todas las platas y todas las flores. Es anhelo de abrazar a mi amada y señalarle con el dedo dónde comienza y termina un arcoíris. Es el ansia de enfadarme porque el trueno ha llegado justo cuando tenía ya la ropa tendida. Es el hambre de agua. Es el deseo del riego. El afán porque crezca la corriente y el caudal de los ríos. Es Caín, es Abel, es carmín, de una tarde parda y fría en la que los colegiales estudien la monotonía de la lluvia tras los cristales manchados de tanto amar a Machado. Es el olor al papel mojado. A la yerba mojada. A la tierra mojada. El olor húmedo de una huella en el felpudo de nuestras puertas. La sensación de alzar los hombros y esconder la cabeza para huir feliz de un inesperado chaparrón. Decir que hoy se me ha olvidado el paraguas y tener las pestañas pesadas y encharcadas. Es el hambre de agua.
Que sí, que no estoy para escribir. Pero, créanme si les digo que no soy yo quien escribe, a veces solo soy el testigo de estas letras que se unen y se separan en busca de significantes y significados. De estas letras que aspiran a ser una oración… para que llueva. Para que beba Eritrea, para que desaparezcan las branquias que me nacen bajo las orejas. Para que se llenen las botellas y desaparezcan los plásticos. Una oración incapaz de ignorar que ya que hay quienes, paradojas de esta puta vida, yacen en mares y océanos tras su vano intento de huir de las sequías. De huir del hambre que provoca la sed. De las guerras que ya provoca el agua y su control. Es el hambre del agua que todo lo envuelve de balas ardientes y guerras sin dientes.
Que sí, que no estoy para escribir, pero es que tengo mucha hambre de agua… hambre de lluvia.