El empresario muerto
Todas las gracias que la naturaleza concede a los más afortunados de sus hijos se concitaban en este joven de porvenir prometedor...
Todas las gracias que la naturaleza concede a los más afortunados de sus hijos se concitaban en este joven de porvenir prometedor. Un entendimiento vivo y preclaro; un torso hercúleo y cincelado; un perfil griego, vertiente de un rostro sereno y bello; una percepción del mundo esencialmente sensual e hiperestésica…
Perspicacia intelectual, armonía física, sensibilidad extrema. Se habría podido decir que era un elegido, y, sin duda, se habría dicho de no haber concurrido una levísima tara que comprometía el equilibrio de todas estas virtudes, una deficiencia orgánica cuyo padecimiento amenazó con lastrar su proyección social, un mal que se antojaba sin cura: era listo, guapo y sensible, sí, pero estaba muerto.
No resulta preciso haber leído a Sartre para comprender las innumerables molestias que ocasiona tal estado. Lo que en otro individuo menos dotado hubiese bastado para inhibir cualquier acto de la voluntad, en nuestro hombre se convirtió en acicate y estímulo.
Uno no puede imaginar situación más engorrosa para un ser humano que la de haber perdido la vida recientemente. Por ello resulta tanto más admirable el arrojo de este ser excepcional quien, obviando el colapso de sus funciones vitales, supo sacar partido de sus capacidades innatas y sobreponerse a una situación que, más que a la actividad frenética, invita a la postración y el estatismo.
Fue, precisamente, la limitación motriz a la que condena la muerte el primero de los retos que hubo de arrostrar este excelente ciudadano. La ayuda de sus más íntimos y el empleo de un ingenioso catafalco rodante, especialmente ideado para el caso, le concedieron la autonomía que precisaba para fraguar sus contactos y cerrar los negocios gracias a los cuales, con el tiempo, sería reputado como uno de los hombres más acaudalados de la provincia.
No hubo juez, ni director de periódico, ni secretario general de partido que no se dejara seducir por su presencia solemne, sus ojos desmedidos, su rostro cerúleo. Un hombre que sabe cultivar sus relaciones es un hombre de futuro esplendoroso.
Un ejemplo de industria como el que proporcionaba este ser admirable no pudo escapar ni a la maledicencia ni a la envidia, flores pestíferas que prosperan en los márgenes de los jardines donde se yerguen las estatuas que la comunidad erige al recuerdo de los hombres providenciales. Así ocurrió también en este caso.
Pronto comenzó a propalarse un rumor malintencionado que atribuía a este modelo de virtud la autoría de un puñado de cohechos, chantajes, conspiraciones y sobornos sobre los que, según este aborrecible infundio, se habría cimentado la fortuna del empresario fiambre. El muerto callaba, como corresponde a la gente de esta condición, lo que no hacía sino dar alas a la calumnia.
Lo que más dolía al difunto no era la irrespetuosa actitud con la que se trataba a su persona, pues él mismo se consolaba repitiéndose en su ataúd que vivimos unos tiempos en los que ni tan siquiera a los muertos se respeta. La verdadera causa de su desazón había que buscarla en la falta de sensibilidad con la que sus detractores escogían las descalificaciones e insultos con los que intentaban menoscabar su reputación.
“Corrupto” era la imputación que mayor pesar le ocasionaba. “Corrupto” le llamaban, precisamente a él, que acababa de entrar en esa edad en la que las uñas se desprenden, las larvas se hospedan en las cuencas de los ojos, la piel se apergamina y los tejidos musculares empiezan a consumirse.
Harto de reproches y de la incomprensión de sus contemporáneos, una mañana decidió morirse definitivamente. El embalsamador más reputado de la provincia le colmó con algodones y soluciones químicas todos los orificios corporales que aún se hallaban en aceptable estado.
Fue enterrado en el transcurso de una emotiva ceremonia presidida por el alcalde y el cronista oficial. Reposa en un lugar de privilegio del camposanto, escoltado en los nichos vecinos por un director general y el asesor de un ministro.
Uno nunca sabe dónde puede necesitar la ayuda de personas influyentes.
Perspicacia intelectual, armonía física, sensibilidad extrema. Se habría podido decir que era un elegido, y, sin duda, se habría dicho de no haber concurrido una levísima tara que comprometía el equilibrio de todas estas virtudes, una deficiencia orgánica cuyo padecimiento amenazó con lastrar su proyección social, un mal que se antojaba sin cura: era listo, guapo y sensible, sí, pero estaba muerto.
No resulta preciso haber leído a Sartre para comprender las innumerables molestias que ocasiona tal estado. Lo que en otro individuo menos dotado hubiese bastado para inhibir cualquier acto de la voluntad, en nuestro hombre se convirtió en acicate y estímulo.
Uno no puede imaginar situación más engorrosa para un ser humano que la de haber perdido la vida recientemente. Por ello resulta tanto más admirable el arrojo de este ser excepcional quien, obviando el colapso de sus funciones vitales, supo sacar partido de sus capacidades innatas y sobreponerse a una situación que, más que a la actividad frenética, invita a la postración y el estatismo.
Fue, precisamente, la limitación motriz a la que condena la muerte el primero de los retos que hubo de arrostrar este excelente ciudadano. La ayuda de sus más íntimos y el empleo de un ingenioso catafalco rodante, especialmente ideado para el caso, le concedieron la autonomía que precisaba para fraguar sus contactos y cerrar los negocios gracias a los cuales, con el tiempo, sería reputado como uno de los hombres más acaudalados de la provincia.
No hubo juez, ni director de periódico, ni secretario general de partido que no se dejara seducir por su presencia solemne, sus ojos desmedidos, su rostro cerúleo. Un hombre que sabe cultivar sus relaciones es un hombre de futuro esplendoroso.
Un ejemplo de industria como el que proporcionaba este ser admirable no pudo escapar ni a la maledicencia ni a la envidia, flores pestíferas que prosperan en los márgenes de los jardines donde se yerguen las estatuas que la comunidad erige al recuerdo de los hombres providenciales. Así ocurrió también en este caso.
Pronto comenzó a propalarse un rumor malintencionado que atribuía a este modelo de virtud la autoría de un puñado de cohechos, chantajes, conspiraciones y sobornos sobre los que, según este aborrecible infundio, se habría cimentado la fortuna del empresario fiambre. El muerto callaba, como corresponde a la gente de esta condición, lo que no hacía sino dar alas a la calumnia.
Lo que más dolía al difunto no era la irrespetuosa actitud con la que se trataba a su persona, pues él mismo se consolaba repitiéndose en su ataúd que vivimos unos tiempos en los que ni tan siquiera a los muertos se respeta. La verdadera causa de su desazón había que buscarla en la falta de sensibilidad con la que sus detractores escogían las descalificaciones e insultos con los que intentaban menoscabar su reputación.
“Corrupto” era la imputación que mayor pesar le ocasionaba. “Corrupto” le llamaban, precisamente a él, que acababa de entrar en esa edad en la que las uñas se desprenden, las larvas se hospedan en las cuencas de los ojos, la piel se apergamina y los tejidos musculares empiezan a consumirse.
Harto de reproches y de la incomprensión de sus contemporáneos, una mañana decidió morirse definitivamente. El embalsamador más reputado de la provincia le colmó con algodones y soluciones químicas todos los orificios corporales que aún se hallaban en aceptable estado.
Fue enterrado en el transcurso de una emotiva ceremonia presidida por el alcalde y el cronista oficial. Reposa en un lugar de privilegio del camposanto, escoltado en los nichos vecinos por un director general y el asesor de un ministro.
Uno nunca sabe dónde puede necesitar la ayuda de personas influyentes.
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