Sin procesiones debutantes —¡eso sí que es “histórico” y no tantas simplezas bautizadas a porrillo como memorables!—, Jaén llegó a una Semana Santa nueva y vieja a la vez en la que, salvo honrosísimas excepciones, cada hermandad dejó claro de qué pie cojea a la hora de trasladar al folio en blanco de la calle el más logrado resumen de su argumentario pasionista en forma de cortejo. De todo hubo en una esperada celebración que empezó bien y terminó inundada de agua en sus últimos tramos y de costumbres inasumibles desde el primer día grande. Creo yo que la lluvia del jueves fue, bien mirada, esa tregua necesaria que el jiennense atónito disfrutó para descansar, al menos durante unas jornadas y después de semanas de “igualás”, “mudás” y “retranqueos”, de las insufribles “chicotás”, “levantás”, “revirás”, vísperas de “madrugá”, de capataces alienados y demás innovaciones lingüísticas y ético-estéticas que generan sevillanísimos guadalquivires de cera incómoda en el oído, aunque para gozar de ese reposo tuviese que pagar el cofrade de aquí el alto precio de prescindir, entre otras presencias imprescindibles, del Señor de la Expiración, o del Calvario de Solís el viernes. ¡Qué lástima!
El poderoso influjo de la caja tonta y la supremacía de la Pasión hispalense en sus parrillas convierte nuestra Semana Mayor en un plagio bien burdo a fuerza de esforzarse en parecerse cuanto más, mejor: “Toda influencia es inmoral”, escribió Oscar Wilde, que no era cofrade pero algo sabía de lo que hablaba, por muy matizable que resulte la frase del autor de “El retrato de Dorian Gray”. Oímos decir, estupefactos, que a La Borriquilla —La Mulica de siempre, la de Higueras, entrañable y preciosa— hay que verla “en calle Almenas”, o lo sobrecogedor que es El Silencio “en carrera oficial”, mientras sin casi reparar en ello asumimos como propio de nuestro acervo altoandaluz omitir el artículo —la calle Almenas, la carrera oficial—, a la manera en que la hermosísima Sevilla —donde viví y a la que, incluso, convertí en protagonista geopoética de un libro mío— se cita con sus tradiciones en “calle Sierpes”. ¡Como si tras 478 años de Pasión —los que han pasado desde que La Veracruz tocó calle por vez primera— tuviese el Jaén cofrade que aprender de nadie, más allá de las recomendables reciprocidades que, eso sí, mis admirados sevillanos —maestros en lo de querer a su tierra y defenderla como un dogma de fe, a sangre y fuego— aceptarían para sí mismos a regañadientes! ¡Olé por ellos, pobres de nosotros!
Nombres propios con acento jiennense, pero que a más de un capillita de nuevo cuño ni les sonarían, se dejaron la piel en el intento de procurarle a su tierra, entre otras muchas, muchísimas cosas, una Semana Santa singular, bella a más no poder, como para que en cuestión de un par de décadas todo ese esfuerzo heredado pase a mejor vida como si nada, o lo que es peor, ante la misma indiferencia sonrojante que privó a la ciudad de su mejor teatro no hace ni medio siglo, que esa sí que es costumbre jaenera, dejar que las cosas se caigan al tiempo que lamentamos su caída. Velar por que la historia de la religiosidad popular local no sea el “traje fashion” a la medida de unos pocos —cada vez más— es, además de urgente, una aventura apasionante. Si será única nuestra Semana Santa que fue ella quien se inventó la Madrugada —con mayúscula y llana— por medio de una Orden Carmelita que cuajó bien en la tierra del Santo Rostro. ¡Las manos a la cabeza se echarán ahora mismo quienes lean estas líneas e ignoren, de toda la vida, que las procesiones de la aurora del Viernes Santo son un producto “made in Jaén” con cuatro siglos de vigencia y —como la veneración a la hermosísima Macarena—, más de aquí que el Lagarto o la aceituna! Todo está en los libros. Puestos a importar usos y costumbres, acaso sea el respeto con el que la provincia hermana asiste a sus manifestaciones más arraigadas uno de los hándicaps del Jaén pasionista, acostumbrado a que el hueco entre nazareno y nazareno sirva de vomitorio improvisado y grosero en lugar de suponer un tributo al orden; eso, y su celo —casi enfermizo— por hacer de lo suyo lo mejor, apriorismo que, más pronto que tarde, sabe afianzar Sevilla como nadie en el mundo. Si en vez de regresar a Jaén con acento de allí —después de un finde intenso— nos diera por imitar sus posiciones, más de una puerta de muralla desaparecida, alguna rica iglesia derrumbada y hasta la declaración de la Catedral de Vandelvira como Patrimonio de la Humanidad serían realidad en nuestro catálogo de satisfacciones generales o, por lo menos, les iría mejor en su empeño.
Y es que, hablando de monumentos no aptos para propensos a ser invadidos por el más poético de los síndromes del mundo —el de Stendhal—, el envidiable derroche de maravillas que Jaén pone a pie de calle, a ras de sus balcones, de Domingo a Domingo, bien vale un aplauso hacia nosotros mismos. Si limpio de mi memoria más reciente los “a ehta eh”, “tós por igual valientes” y otras perlas; si olvido cómo palios y misterios, más que rozar el cielo, se aporrean contra él impulsados con la misma energía e igual trato que un costal… de patatas; si evito itinerarios y voy por callejones escondidos que no frecuentan costaleros fuera de servicio, tocados —en el mejor sentido de la palabra— con exóticos costales; si escucho partituras escritas para imágenes de aquí en vez de tanto y tanto son “gitano”, clavo y canela y bulería… En fin, si me centro en lo plausible, en la esencia renovada, que no sustituida, lo cierto es que los ojos se me llenan de lágrimas de tanto bueno como la Pasión, en 2019, ha vuelto a regalarme, a regalarnos. Por hablar de lo más próximo, de lo que hasta hoy no he dicho en estas páginas, una Madrugada con los plásticos del corazón a punto por si hubiera que cubrir al Señor de los Descalzos para que ni una sola gota le rozara el perfil, pero que al final reconcilió a los jiennenses con su ciudad esa mañana que no tiene más que un defecto: tarda un año en llegar, con sus días y sus noches. Sí, ver salir a Jesús, acompañarlo hasta que el alma se cayera de sueño, tendría que ser asignatura troncal para cualquier aprendiz de jiennense de hoy día, y subir los cantones a su lado camino de sus calles y verlo salir de Merced Alta con nostalgia en sus ojos y rodear a su vera el Arco de San Lorenzo, sabiendo ese momento irrepetible por más que se repita año tras año, y ver cómo lo mecen donde Chari le cantó mi saeta y llegar al Encuentro y delirar en esos pocos metros donde sucede tanto y descubrir en pleno siglo XXI a la marquesa de Bagnuli arrodillada en su balcón del palacio de los Bonilla mientras pasa El Abuelo y no dejarlo solo allá en la calle Ancha, donde el hambre hace estragos en las filas, y amanecer con Él ante la puerta de San Ildefonso y admirar su belleza fuera del casco antiguo, al empezar la calle Tablerón —que este año ni olimos—, y ver cómo se inclinan, cuando llega a su altura, los jacos de Cubero y entrar en la Carrera como héroes de una noche larguísima pero que sobreviven al lado de su príncipe, y verlo entre la torre del reloj y los cerros, más jaenero que nunca, y sonreír cuando le dicen “¡guapo!” y saber cuánto alivian unas lágrimas detrás del caperuz y entrar al Camarín mirándolo a los ojos y llevarse un clavel de los que huelen a sombra de El Abuelo.